Descubre el Encanto y Elegancia del Menú de Boda en la Cartuja de Ara Christi

Anécdota personal que no desentona del conjunto

Relacionándolo con lo dicho an­teriormente acerca de los ejercicios espirituales, creo podrá servir de edificación el caso siguiente: En los años 1962-65 estaba yo destinado en la residencia de Zaragoza y los Su­periores me encargaban de vez en cuando alguna tanda de ejercicios a Hermanas en las provincias de Cataluña, Baleares, Burgos, Vitoria y Valencia, concretamente en la Car­tuja de Ara Christi. Durante los ejercicios, como Director, me en­tregaba de lleno a atender a las ejercitantes, pero esto no me im­pedía observar también a las en­fermas de la comunidad, quedan­do edificado de su conducta y hon­damente afectado por la dolorosa situación de algunas de ellas. Ter­minada una de las tandas, salí de la Cartuja con el maletín en la ma­no paseando tranquilamente hacia la carretera para coger un autobús que me llevara a Valencia y medi­tando sobre lo que dejaba detrás. En el decurso de mis meditaciones surgió en mi mente la siguiente idea o resolución: Si algún día yo puedo y los Superiores me lo con­sienten, vendré a cuidar espiritual­mente a estas Hermanas ancianas y enfermas y a terminar entre ellas mis días. ¿Fue todo un sueño?

El tiempo fue pasando, me des­tinaron a Sevilla, se dividió la Pro­vincia de Madrid en tres y me tocó quedar en la de Salamanca, siendo mi nuevo Superior provincial el Pa­dre Miguel Pérez Flores. En el ve­rano de 1970, con motivo de las va­caciones, tuve ocasión de pasar por Valencia para visitar a algunos de mis familiares, y en una de las ca­sas de Hijas de la Caridad me co­municaron que el P. Toribio López estaba gravemente enfermo en el hospital. Fui a visitarle y saqué la impresión de que su vida iba lle­gando al final. No tuve tiempo para visitar la Cartuja y regresé a Sevi­lla. Un mes más tarde me llegó la noticia de la muerte del P. Toribio López, capellán de la Cartuja, pre­cisamente el que más tiempo ejer­ció ese cargo —nada menos que veintiún a ñ o s—, y entonces f u e cuando más intensamente se reavi­vó en mi espíritu aquel sueño o ilusión que experimenté años an­tes en los ejercicios a las Herma­nas. Expuse mi caso con todo de­talle al P. Julián Tobar, que era a la sazón el Visitador de Madrid, pa­ra ver si me admitiría en su Pro­vincia con la condición de ser des­tinado a la Cartuja de Ara Chisti, y a vuelta de correo me contestó que me recibiría con los brazos abiertos y con la condición que le indicaba. El primer paso estaba dado. Ahora faltaba el segundo: Co­municárselo a mi Visitador, que era el P. Flores. Este se mostró un tan­to reservado y me pidió tiempo pa­ra pensarlo. Después me dijo que sí, pero que debía esperar hasta el 17 de junio próximo, que se me cumplirían los tres años de Supe­rior en Sevilla. Le hice ver que no me interesaba, porque para esa fe­cha ya la vacante estaría cubierta y no tenía objeto el cambio. Así quedaron las cosas, pero a los po­cos días pasó él por nuestra casa y, al retirarnos por la noche, se acercó a mi habitación y me dijo que podía preparar el viaje para Madrid cuando quisiera. Al día si­guiente avisé a mi nuevo Visitador, puse en orden mis cosas y el 17 de noviembre de 1970 llegaba a Gar­cía de Paredes, 45, Madrid. El P. Ju­lián Tobar me recibió corno había prometido, con los brazos abiertos, y no sólo confirmó mi destino, sino que después de un día de descan­so, él mismo, en su coche de Visi­tador y dándome un gran paseo por Albacete, Murcia, Cartagena y Alicante, me llevó a Valencia, lle­gando ya entrada la noche a la Car­tuja de Ara Christi. Era la víspera de la festividad de Cristo Rey. A la mañana siguiente concelebramos la misa de las Hermanas con toda solemnidad los PP. Julián Tobar, Claudio Muñoz y un servidor, dan­do gracias a Dios por tan feliz desenlace. El P. Visitador se despidió luego de toda la comunidad para regresar a Madrid, y yo tomé po­sesión de mi habitación en la Car­tuja alabando al Señor porque mi sueño, visión o promesa se había convertido en realidad. Mi vida en el nuevo ambiente se deslizó feliz entregado de lleno a los servicios enumerados anteriormente, orienta­do por la experiencia y buenos con­sejos del ejemplar compañero que me había tocado en suerte, el Pa­dre Claudio Muñoz. Pero mi dicha no iba a ser completa ni duradera, pues mi resolución, como dije an­tes, fue venir a cuidar espiritual­mente a estas Hermanas ancianas y enfermas y a terminar entre ellas mis días, como lo consiguió el P. To­ribio López, que a los veintiún años de servicio el Señor le llamó a re­cibir la recompensa, y sus restos mortales descansaban en el mismo cementerio de la comunidad.

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