El potencial pedagógico de la historia de Miguel Ángel Blanco
En las personas que, por distintas circunstancias, se han convertido en símbolos de un fenómeno o un momento histórico converge un rasgo: la trascendencia de los valores que encarnan las convierte en emblemáticas, no solo para sus contemporáneos, sino también para las generaciones siguientes.
En tiempos del posterrorismo, las víctimas se han erigido como figuras con un potencial pedagógico inigualable. Conocer la historia del terrorismo desde su perspectiva no solo salda la deuda moral que se creó cuando se las olvidó, se las ignoró o se las maltrató; también permite establecer mecanismos de empatía con la audiencia a través de la autoridad que concede haber vivido los acontecimientos en primera persona.
Las historias de las víctimas y los testimonios de los supervivientes se han demostrado eficaces para cambiar la perspectiva que los más jóvenes tienen sobre el terrorismo. Y algunas de esas historias concentran rasgos que la hacen particularmente eficaces. La de Miguel Ángel Blanco es una de ellas: sus orígenes familiares humildes, sus planes de futuro junto a su novia, su afición a la música, su juventud y su decisión de comprometerse políticamente pese al riesgo que entrañaba en el País Vasco de mediados de los noventa sugieren valores y vivencias con las que la audiencia puede fácilmente reconocerse e incluso admirarse.
Los estudios recientes que alertan del desconocimiento en torno a la figura de Miguel Ángel Blanco solo apuntan a que los jóvenes no saben su historia, pero no evalúan qué efectos tiene una vez que se les cuenta. ¿Y si para quienes no vivieron su secuestro y asesinato la historia de Miguel Ángel se convierte en la puerta de entrada al conocimiento del terrorismo? ¿Y si, una vez conocida, también a sus ojos se eleva a categoría de símbolo? ¿Y si en lugar de frustrarnos ante el desconocimiento de las nuevas generaciones nos preguntamos por qué no les hemos contado lo que ocurrió aquellos días de julio?
La llegada de los coches bomba
El 71 % de los participantes votaron a favor. Su lógica se resumía en perseguir a quienes públicamente discrepaban de los terroristas, empujándolos a que salieran del funeral de un compañero pensando que podían ser los siguientes. La primera víctima de la nueva estrategia fue Gregorio Ordóñez, teniente alcalde de San Sebastián, en enero de 1995. Después, José Javier Arizkuren Ruiz, Kantauri, entonces uno de los jefes de ETA, transmitió a varios comandos la orden de secuestrar a un concejal del Partido Popular para forzar la negociación acerca de los presos.
Con Miguel Ángel Blanco las víctimas, por fin, se humanizaron. Los mecanismos de construcción del enemigo empleados por la izquierda radical abertzale pasaban necesariamente por la deshumanización de las víctimas: los asesinados no eran personas con nombre y apellidos, sino enemigos del pueblo vasco. El proceso podía pasar por varios estadios –la animalización, la estigmatización, la exclusión moral o la violencia de persecución– hasta que, una vez consumado el asesinato, se ponía en marcha un último giro: la inversión de responsabilidad, es decir, la víctima era responsable de su propia muerte al amparo del extendido “algo habrá hecho”.